Junto a Angelina Lamelas, el día 9 de octubre de 2010. |
Ayer mismo recogía de la oficina de Correos un paquete
enviado por una librería en cuyo interior se encontraba un libro de Medardo
Fraile. Se trataba de su novela Laberinto de fortuna, reeditada por Menoscuarto
y que tenía el propósito de ser regalada a un gran amigo y admirador suyo. Mi intención
era esperar al día 13 de marzo, fecha de su cumpleaños, escribirlo como otros
años (alguno se me pasaba) y decirle: He regalado tu novela y espero que la mía
me la firmes en la próxima Feria del Libro de Madrid.
Desde que nos conocimos las visitas a la caseta en donde
Medardo pasaba el tiempo con sus amigos, frecuentemente de Huerga y Fierro, era
un ritual para mí. Todos los años me firmaba un libro diferente y este año, me
quedaba esa novela que tenía un interés especial en leer por ser la única que
escribió este cuentista inquieto que había revolucionado el mundo de la
narrativa breve de su tiempo.
Él decía que pasaba el rato sentado en la caseta y a veces lo
encontraba solo, rodeado de autores principiantes o de dudosa calidad pero famosísimos
por salir en la tele. Tenían estos largas filas de pacientes lectores y Medardo levantaba los hombros con humildad
pasmosa y decía, bueno, así es la vida.
Nos conocimos a través de la Sección del Heraldo del Henares
en la que fue, de alguna manera, su padrino. A él, como correspondía, lo publicamos
el primero y concedió a Roberto Mangas una entrevista muy reveladora de su
carácter y de su gran maestría como cuentista. Un día, con motivo de una
presentación en Madrid de uno de sus libros se propuso una comida y fuimos a
comer juntos. Recuerdo que fue el 9 de octubre de 2010. Me dijo: Vamos a comer
a un restaurante de mi barrio, date cuenta que soy un hombre mayor y no puedo
andar mucho. Pero cuando llegué al lugar convenido y verlo de lejos (ya lo
conocía de su presentación pero no reparé en ello) vi a un hombre erguido, de estatura correcta, y con un porte
gallardo casi europeo. Era un día lluvioso y claro, llevaba un paraguas, como
si fuera un escocés, pero él siempre fue madrileño y muy madrileño.
Invitó para la ocasión a su amiga y también gran escritora
Angelina Lamelas y los tres comimos con gran charla, sin que nos pareciera que
no nos conocíamos de nada y después de contarnos algunas cosas le regalé un
ejemplar de Guardianes de la Alhambra y una cosa que no se esperaba.
En sus memorias decía Medardo que había nacido en el Paseo de
las Delicias, calle cercana a mi domicilio. Esto me sorprendió porque había
coincidencia en que pudiera haber nacido (con diferencia de dos años), en la
misma casa en que nació mi padre. Así que unos días antes de quedar con él
recorrí mi barrio e hice fotos de las casas en donde nació y vivió. Una de
ellas, en la calle Guillermo de Osma, 4, también de mi barrio, parecía ser en
la que vivió los primeros cuatro años de su infancia. Miró las fotos con
curiosidad y me lo agradeció sinceramente. Desde entonces no hay vez que no
pase por el Paseo de las Delicias, cerca ya de la Plaza de Legazpi y no recuerde
a Medardo.
En esa comida me dijo una frase que no he podido olvidar. Él
hablaba de que la edad impone, que la muerte acecha y no hablaba de ella con
miedo, ni mucho menos. Me dijo: “Hay que escribir para cuando uno esté muerto”.
Lo decía con entereza, con la seguridad
de que había hecho mucho (de algunas cosas no estaba satisfecho pero las
aceptaba con honestidad). Hablamos de Granada, en donde estuvo viviendo una
temporada y era su memoria tan
prodigiosa que nos cantó a Angelina y a mí una tonadilla que oía en el
patio de una casa en donde se alojó y que no había vuelto a oír desde hacía
unas cuantas décadas.
Medardo, con sus ojos azules intensos y su nombre portentoso,
era un hombre singular. Generoso. Un hombre con geniecillo y con la
caballerosidad suficiente como para pedir perdón si había que hacerlo. Decía
las cosas como creía que había que decirlas. Para mí que su valentía le fue
ingrata incluso en los últimos tiempos.
Lo echaré de menos cada año, en cada feria, cada vez que lea
un cuento, cada vez que un ladrón se asome a las páginas de un libro y cada año,
cuando los árboles de mi barrio deshojen y
la calle se alfombre del pan y quesillo.
Una vez, Medardo, me dedicaste, a propósito de nuestro común
apellido que él tenía en tercer o cuarto orden:
“A Carolina, que se apellida Molina, como yo, según dicen
apellido judío, aunque no se nos note…”
Hoy te dedico a ti esto, Medardo: mi recuerdo.
Casa de C/Guillermo de Osma, en donde pudo vivir sus primeros años . |
Casa del Paseo de las Delicias ubicada en la zona aproximada en donde estaba la casa real en donde nació Medardo. |